Villa robaba y destruía todo a su paso desde que había asumido, hasta sus últimas consecuencias, su papel de guerrillero desalmado.


Me dijo que, precisamente porque lo conocía tan bien, Villa ya lo tenía decepcionado, lo tenía decepcionado del todo, y no sólo por su barbarie y crueldad, sino sobre todo por su inestabilidad ideológica. Hoy peleaba contra los gringos, e incluso intentó invadir la ciudad norteamericana de Columbus, pero más por el reconocimiento que le dieron los gringos al gobierno de Carranza que por una verdadera convicción política. Pero si Villa había sido pro gringo hasta hacía muy poco. ¿Sabía yo del contrato que firmó con una compañía cinematográfica norteamericana para que lo filmaran en exclusiva? ¿Y sabía que cuando la invasión a Veracruz ofreció no intervenir y hasta le mandó de regalo un sarape de Saltillo al general Hugh L.Scott, encargado de la invasión? Había habido varios Villas y el de la actualidad, le parecía al mayor Cadenas, era el peor.

Los mismos rancheros, antes villistas, ya no lo querían, porque Villa robaba y destruía todo a su paso desde que había asumido, hasta sus últimas consecuencias, su papel de guerrillero desalmado. En su desesperación había desarrollado un infinito deseo de venganza. Su odio tenía hoy la fuerza que antes tuvo su ejército. Ingresar a las filas del villismo significaba quedar fuera de la ley, convertirse en bandolero, en robavacas de la peor ralea y en las peores circunstancias porque ya ni había nada que robar -y vacas menos que nada- en los pueblos y en las rancherías de los alrededores y sólo se arriesgaba uno a que en cualquier momento lo mataran los carrancistas, que estaban por llegar.

En San Pedro de la Cueva, por ejemplo, Villa mandó fusilar a todos los que se negaron a seguirlo, y de veras que fueron un montón. Al cura del lugar lo mató con su propia pistola, cuando de rodillas se le abrazaba a las piernas pidiéndole clemencia. "Por diosito santo, por diosito santo, clemencia", gritaba el pobre cura. Pero cuál clemencia si Villa se había vuelto inclemente. Sus órdenes eran de lo más precisas: "Aquéllos que se rehúsen a ingresar a mis filas, serán fusilados. Aquellos que se escondan y no se les encuentre, sus familias pagarán la pena".

En Santa Isabel, Villa fusiló a un grupo de mineros norteamericanos. Villa clamaba: "¡Que no quede ningún pinche gringo escondido por ahí!"

En Santa Rosa, Camargo, a raíz de arrebatarles a los carrancistas la estación ferroviaria del lugar, unas 90 soldaderas y sus hijos fueron hechos prisioneros, con el único fin de llevarlas a Chihuahua y ahí, ya en la cárcel, convencerlas de que rectificaran el bando en el que peleaban, tal como había sucedido en el pasado en muchísimas ocasiones. De pronto, ahí mismo en la estación, cuando se organizaba el acarreo de las prisioneras, se escuchó un disparo seco y solitario. Un disparo que a todos los presentes nos sorprendió y que, sin lugar a dudas, salió del mero centro del grupo de soldaderas. Ante nuestra incredulidad, la bala silbante atravesó el sombrero de Villa, quien se enfureció como pocas veces lo habíamos visto, lo que ya es decir. Por milímetros estuvieron a punto de matarlo, era cierto. Se acercó a las soldaderas y desde la altivez de su caballo tordillo, y con su voz más dura, les ordenó que señalaran a la culpable del atentado, sólo quería identificar a la culpable. Era una voz como el brillo de sus ojos: más cerca de lo diabólico que de lo humano. Pero la bola de viejas se quedó quieta, se quedó quieta del todo, y ninguna de ellas abrió la boca. ¿Imaginaba yo lo que sucedió entonces? Villa las amenazó muy en serio con fusilarlas a todas si no hablaban, pero de nuevo todas se quedaron quietas como estatuas y con los labios como sellados para evitar cualquier tentación de denuncia. Villa aún probó una cierta solución al conflicto soltándole un plomazo certero a la soldadera que tenía más próxima: que se asustaran las pinches viejas, que comprobaran que no hablaba en vano, estaban nada menos que frente a Francisco Villa, con toda la tradición y el símbolo que cargaba a cuestas. La mujer herida cayó al suelo desgajada, como un puro montoncito de trapos, pero las demás no se movieron y ni siquiera pestañearon. Entonces Villa jaló un momento la rienda de su caballo para que relinchara y gritó a voz en cuello: "Viejas tercas, púdranse pues todas", y dio la orden de que las fusilaran ahí mismo, enseguida, con todo y sus hijos, que de todas maneras ya huérfanos para qué iban a servir.

El mayor Cadenas me dijo que la escena indescriptible del fusilamiento de las soldaderas lo decidió a separarse de Villa y a esconderse en Tosesihua, con todos los riesgos que ello le implicaba, pero quién soportaba aquella clase de espectáculos. Ver a las mujeres caer así, una por una, y luego a sus hijos de diferentes edades. Hasta a los bebés los mandó matar Villa en caliente.

Ignacio Solares
Ficciones de la Revolución Mexicana, (Editorial Alfaguara, 2009).

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